Por Tomás Lobo
Los niños juegan con cartones y palos, mientras sus madres beben café en la terraza del bar de la esquina. Tienen las caras pintadas de colores y se persiguen saltando sobre imaginarios charcos de barro. Desde mi ventana, el polvo que levantan parece un escondite nebuloso que los convierte en pequeños duendes nerviosos y burlones en esta tarde gélida de diciembre. Me gusta ese escondite. Parece que no hace frío allí. El café me quema en las manos.
Carlos regresó ayer. Al observar el vaivén de la arena entre las piernas de los críos recuerdo su pelo ondulado y ceniciento, sus labios gruesos, sus ojos verdes y sus manos grandes y dominantes, siempre en movimiento. Hace un año que se marchó a Londres e insistió mucho en que no le llamara, que no soportaba la idea de que alguien le estuviera esperando. No me dejó ni un teléfono ni una dirección. Prefería darse tiempo para añorarme y, en cuanto volviera a casa, abrazarme como si solo hubiese estado fuera unas horas. No tener noticias de él me devastó por dentro. Cuando no podía más, me marchaba a esos garitos que tanto odiaba Carlos y en los que me consolaba dándome unos besos con cualquiera. O me dejaba tocar en algún callejón, llorando hasta la llegada del autobús. Si Carlos me hubiera visto, no me lo hubiera perdonado. Al final, regresaba a casa, borracho y loco, y le escribía una carta. Después la quemaba. Y volvía a escribir otra.
Lo conocí a través de mi amiga Clara, que estudió con él y me dijo que podía darme clases de inglés. Mi padre siempre me repetía que tenía que aprender inglés para ser un hombre de provecho. Quedamos en un bar del centro antes de la primera clase para conocernos y tras dos minutos de charla ya fantaseaba con el olor de su cuello en mi almohada. Una tarde, en su casa, le rocé el dorso de la mano y él la retiró. Entonces le besé.
Carlos era un hombre ordenado y estudioso, muy serio y tan tímido que a veces resultaba irritante. Su padre era general de división y su madre, profesora de matemáticas. Decía que jamás nadie podía saber que estábamos juntos, porque a sus padres les rompería el corazón. No le gustaba hablar demasiado y a veces pasábamos muchas horas en silencio, observándonos o acariciándonos. No fumaba, ni le gustaban los bares que yo frecuentaba y solo bebía té rojo y ginger ale cuando salíamos juntos. A veces le bastaba un vaso de agua. Se había doctorado en Químicas y su sueño era viajar a Londres con una beca de investigación. Al final lo consiguió. Yo era el único chico con el que había estado. Tenía 27 años.
Hace una semana, Carlos me llamó para anunciarme que regresaba a casa. Me pidió que le fuera a recoger al aeropuerto. Llegué a la terminal a eso de las seis, un par de horas antes de que aterrizara el avión. Esperé de pie, tratando de ensayar lo que le diría al verlo. Cuando apareció, quise gritar, pero me contuve. Me reconoció enseguida y se acercó a mí. Me dijo hola, me dio un abrazo y me dejó una de las maletas. Carlos nunca me besaba en público. Nos fuimos hacia el coche, sin comentar nada. “Me alegro de verte, pero prefiero hablar luego”, soltó para interrumpir cualquier amago de conversación por mi parte.
Había dejado la calefacción de casa encendida para que cuando llegara se sintiera cómodo. Ayer hacía casi tanto frío como hoy. Ya era de noche. “Tengo que decirte algo”, murmuró mientras yo preparaba café en la cocina. Me senté y lo miré con atención. Me fijé en que estaba más delgado. El perfil de sus labios resaltaba más aún si cabe sobre sus mandíbulas angulosas y fúnebres y los huesos de los hombros parecían estar a punto de dislocarse. “Hace dos meses me diagnosticaron un cáncer de páncreas en una clínica de Londres. Está muy avanzado. He venido a casa para empezar la quimioterapia”, afirmó. Me tomé la noticia como si me hubiera dicho que tenía un catarro, que iba a estar unos días en la cama y que no podríamos vernos mientras tanto. Le dije que seguro que el próximo verano estaría recuperado y que haríamos un viaje, que le llevaría a algún hotel bonito de un país extranjero o que iríamos a la montaña. Le prometí que cocinaría para él, que nos pasaríamos semanas en silencio y bebiendo té, como a él le gustaba. “Me voy a morir. Y me voy a morir pronto”, me cortó. Carlos sonrió un poco. Me quedé callado. Quise decirle que estaría con él siempre, que lucharíamos juntos, que saldría adelante, que no debía rendirse, que hoy en día la ciencia ha avanzado mucho. Pero la garganta se me contrajo hasta la asfixia y no dije nada. Lo abracé. Lo besé en los labios. Perdí la fuerza de mis piernas y me fui poco a poco al suelo, llorando, deseando morir. Él se tumbó junto a mí y me acarició el pelo.Tras unos minutos sin hablar, empezó a cantar una canción en inglés que yo no podía entender. Siempre me cantaba canciones en inglés.
Hace unos minutos me ha llamado Clara. Me ha dicho que Carlos ha cogido la pistola de su padre y se ha metido un tiro en la boca. Lo encontró su madre a eso de las once de la mañana, cuando regresó a casa después de hacer unos recados. Estaba desnudo, sobre la cama. En la mesilla había un libro de Bergson, unos discos y algunas fotos. En dos o tres de ellas salía yo. Lo siento, me dijo Clara.
Empieza a hacer frío, pero no puedo apartarme de la ventana. El café está helado. Los cartones y los palos han quedado sobre la acera. Los niños ya se han marchado a casa y el silencio parece oxidarse con la llegada de la niebla. Casi no pasan coches por la calle. El sol se abraza a la bruma y me doy cuenta de que he dejado de llorar. El polvo no acaba de posarse. Y yo no puedo dejar de mirarlo.
martes, 3 de noviembre de 2009
Desde mi ventana
Publicado por Klaus y Klaus en 2:19
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3 comentarios:
Tomás, tu relato me ha raptado mientras lo leía. He acabado secando en mi realidad las lágrimas de su protagonista.
Extraordinario.
De Londres al infierno...
qué pasada Manu, me has conseguido poner los pelos de punta, joder vaya dramazo de los buenos besicos
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