sábado, 29 de diciembre de 2007

Todavía queda belleza

Por Pablo Díaz

La persiana se cerró con un golpe seco. ¡Por fin!, resopló María. Eran las seis de la mañana y estaba agotada. Su cansancio no se debía al trabajo físico sino a algo mucho peor por incontrolable: el tedio que le producía la vulgaridad que tenía que soportar detrás de la barra minuto tras minuto y hora tras hora durante toda la noche. Hasta el ser más inteligente tiene un número, se decía María convencida, eso, el número de cervezas que necesita para empezar a decir sandeces. Después ya no hay marcha atrás. A estas horas no es el cerebro el que ordena sino la víscera. La víscera...¡Qué palabra más obscena! Víscera, tan visual...víscera, víscera, víscera..., repetía María con repugnancia. Los primeros rayos de Sol importunaban a los pocos transeúntes trasnochados que, con desesperación, buscaban refugio y perdón de barril, a ser posible. Un grupo de gatos negros, ajenos a todo, devoraban ferozmente trozos secos de maquillaje. Era ya domingo.

Al llegar a la Plaza de las Indecisiones tomó el “callejón de la tienda roja”. Lo llamaba así porque en él se encontraba el establecimiento más peculiar que jamás había conocido. Se trataba de un espacio diminuto, un rincón regentado por un hombre centenario que arreglaba máquinas de escribir. Tres barrotes rojos protegían el minúsculo escaparate que mostraba las piezas de una flamante Remington de principios del siglo veinte. Poco más arriba, sobre la resquebrajada pared, se podía leer: Reparaciones Albanta. Aquel lugar ejercía una extraña fuerza sobre María. Al pasar, no podía evitar detenerse a otear por el cristal los cientos de ruedecillas, clavijas y rollos de tinta que aquel hombre manejaba con precisión milimétrica desde tiempos inmemoriales. Algún día vendré a hablar con él, se dijo con la cabeza entre los barrotes. Entonces, sin saber por qué, se acordó del cuento.

La distancia a su casa era considerable. A pesar de esto María no solía ir en taxi, prefería caminar. Sabía que al llegar caería desmayada de inmediato. De este modo, caminando, el trayecto le servía para pensar. Andaba cabizbaja, con la mirada perdida entre los adoquines de la acera. Su constante fluir movía también las ideas. Era como viajar en tren. Sí, como viajar en tren. Las frases inconexas de la noche se superponían a modo de collage. Un paisaje cambiante de palabras y absurdos. Y entretanto el cuento. Sin duda, el asunto del cuento había sido lo más singular de aquella noche. Un cuento que supuestamente un cliente había escrito para ella. El cuento de un desconocido, se decía sin poder frenar la creciente curiosidad que todo aquello le despertaba. Fantaseó con la posibilidad de que el cuento relatase cómo un cliente le escribía un cuento. Así, sería un cuento dentro de un cuento, y de otro, y de otro...Levantó ligeramente la mirada y vio una sucesión infinita de adoquines. Todo tenía sentido.

Al llegar a su casa se sobresaltó. El portal, que permanecía meticulosamente cerrado por las noches, estaba hoy abierto. Se extrañó. Dudó unos instantes y entró. Al pasar frente a los buzones se percató de que tenía correo. Un sobre blanco sin dirección ni remitente. Reprimió el impulso de abrirlo. Guardó el sobre en el bolso y subió a su casa. Ya en la habitación, se desnudó. Estaba tan cansada...Tumbada en la cama abrió el sobre. En él había un papel y en el papel una sola frase escrita, sin duda, con una máquina antigua. Decía: “Érase una vez María”.

María cerró los ojos y dejó caer el papel a un lado de la cama.

Todavía queda belleza, pensó. Y se durmió.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Made in Japan

Y entonces mi madre me explicó...

viernes, 30 de noviembre de 2007

En mi barrio


Vamos a bailar al barrio...

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Esos ojos


Bienvenido, galgo titiritero.

martes, 13 de noviembre de 2007

Del montón


Jesús, nos gusta verte bailar...

miércoles, 7 de noviembre de 2007

FANTASÍA BÉTICA

Por Pablo Díaz

Nadie lo hubiera sospechado. Ádamo “el galán”, el hombre más envidiado de Alberache había decidido terminar sus días como sólo los reconcomidos por el remordimiento lo hacen, saltando desde la Torre Árabe. ¿Qué explicación podía tener? Un hombre que despertaba el recelo entre los vecinos no sólo por su éxito en el amor o por su golosa fortuna sino por poseer uno de los dones más codiciados en este pueblo de la Andalucía perdida: Ádamo tenía buena suerte. Daba igual los riesgos que corriese, el Destino de los destinos le aguardaba al final con una caricia improbable, con una casualidad mágica o una sonrisa inesperada. No se le conocía desdicha y si alguna vez -por mera curiosidad- se le ocurría tentar a la desgracia, los elementos se confabulaban de inmediato para devolverle la buena estrella. Ádamo era el ser más afortunado que ha pisado este pueblo y quizá también este mundo. ¿Era feliz? Nadie lo hubiera puesto en duda y, sin embargo, ayer lo hizo. Subió a la Torre por la noche, dejó la carta en la hornacina -como manda la tradición- y saltó a la nada.

El pueblo vive conmocionado desde que se ha dado a conocer la noticia. Los ánimos divididos entre la consternación, la perplejidad y un secreto sentimiento de justicia poética. No se habla de otra cosa en Alberache. Se cuchichean disgustos, se especulan calamidades, se rumorean penurias, se adivinan miserias en voz baja. Esta mañana, en el café, todos me miraban. Y yo no podía evitar que un escalofrío me sacudiera la espalda, que la excitación –ésa que viene del mismo lugar que la rabia- me bajase por la garganta y se solidificase en el vientre, ocupando la mitad del estómago. De nuevo, se apoderó de mí la náusea.

El reloj marca las doce y comienzo a subir. Doscientos cuarentaisiete escalones que conozco a la perfección. En los primeros tramos todavía conservo el morbo, el deseo malsano de conocer los entresijos del alma perturbada que ha decidido terminar. Ahora ya se desvanece el morbo y también la náusea. Oigo ecos. Oigo el murmullo de más de mil personas hablando en voz baja. Esperan en la plaza, bajo la Torre. Me esperan. Ciento ocho, ciento nueve y sigo. Siento miedo escénico, exactamente igual que hace treinta años, cuando subía estas mismas escaleras para leer mi primera carta. La historia se repite una y otra vez cada mes o a veces incluso cada semana, sólo cambian los nombres. Ciento setentaidós y tres... a estas alturas mis piernas deberían estar rígidas de dolor. Hoy, sin embargo, una extraña levedad hace el ascenso más suave. Ya no oigo voces, tan sólo un lamento lejano que identifico con la madre de Ádamo. El pueblo ha dejado de respirar y el Sol cae cenitalmente sobre las cabezas que abarrotan la plaza como manchas negras. Subo el último tramo.

“Ádamo Beltrán”, reza un garabato en la solapa del sobre. Con un abrecartas rompo el lacre y examino el contenido: un papel de estraza sobre el que Ádamo ha improvisado con desdén no más de diez líneas. Leo las primeras frases para mis adentros y, de nuevo, me invade esa extraña sensación de ingravidez, esa levedad mesiánica. El pueblo me observa así que contengo el vértigo y enciendo el micrófono. Tras una pausa solemne reproduzco las palabras de Ádamo:

“En estos momentos estaré muerto. Sé que algunos os preguntaréis por qué lo he hecho. Ádamo, un hombre que lo ha tenido todo, el hombre más afortunado. Os lo voy a contar. Hará ya unos treinta años que una gitana visitó este pueblo, quizá alguno de vosotros la conozca o la habrá visto, no andará muy lejos. Pues bien, esa hechicera me hizo una propuesta que no pude rechazar”. Dejo de leer porque acabo de perder contacto con el suelo. Mi cuerpo levita y mi cabeza, mi torso y hasta mi cintura escapan a través del arco apuntado de la Torre. Tumbado en el aire miro hacia abajo y los veo a todos. Las bocas abiertas, los corazones en un puño. Me siento bien. Voy a seguir. “Aquella gitana me prometió que sería el hombre más afortunado del mundo si a cambio le donaba mis sueños. ¿Cómo iba a rechazarlo? Los sueños, creía yo, eran como la Luna, material para el poeta y nada más. ¡Cómo me confundía! Enseguida me di cuenta del error pero ya era tarde. La fortuna se protege a sí misma, de modo que por más que la buscase, por más que removiera el mundo, nunca encontraría a la gitana aquélla para que me devolviese los sueños. Es por esto que no quiero seguir viviendo”.

Ha pasado más de un minuto desde que pronuncié la última frase y la gente sigue inmóvil, ni una tos, ni un suspiro. Miro hacia atrás y a unos metros veo el arco y la hornacina. Todavía puedo leer la solapa: “Ádamo Beltrán”. Ahora, desde la distancia y la indiferencia lo reconozco. Es precisamente mi nombre.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Mi primer trabajo


Trabajo, maldito trabajo...

martes, 23 de octubre de 2007

La mosca

Zzzzzzzzzzzzzz... A volar.

martes, 16 de octubre de 2007

Vincent

Nosotros también queremos ser Vincent Price.

martes, 9 de octubre de 2007

Jumping

No puedo dejar de saltar...

martes, 2 de octubre de 2007

PASTEUR Y LA RANA

Por Tomás Lobo

El profesor Pasteur colocó la rana en la palma de su mano y la observó con detenimiento. El anfibio entornó los ojos y giró la cabeza. Croó. Movió con suavidad sus patas, como expresando un deseo de saltar, pero Pasteur lo agarró con cuidado para que no se le escapara. Sin soltarlo, revisó sus libros una vez más. El padre de la pasteurización, de la vacuna contra la rabia, de la microbiología no podía fallar en esta ocasión. La rana abría la boca y retorcía su cuerpo gelatinoso entre las manos del químico. “No puedo equivocarme…”, se repetía mientras se atusaba la barba.

Quizá por los nervios o agarrotado por el cansancio, dejó la rana en una caja y decidió salir a dar un paseo. Necesitaba pensar. Sin saber por qué, fue directamente al laboratorio de la Facultad de Ciencias de la Universidad. Al llegar, le saludó el conserje, el señor Radot. “Buenos días, profesor Pasteur. ¿Puedo ayudarle en algo?”. “No, no, déjeme solo en mi despacho. Que no me molesten. Tengo trabajo pendiente”, respondió. Se sentó en su butaca, encendió la pipa y, mientras revisaba la correspondencia, se dijo: “Si el profesor Dumas me viera, estaría orgulloso”. Fue entonces cuando recordó aquella mañana de su infancia, a la salida del Liceo de Besançon, cuando se le acercó la pequeña Marguerite y le pidió un beso. Se ofuscó tanto que echó a correr y se escondió en la basílica de Saint-Ferjeux. Allí, lloró desconsolado por su cobardía.

“Aquí no hago nada", murmuró. Se levantó como un resorte y salió a toda prisa del despacho dando un sonoro portazo que dejó boquiabierto al señor Radot. Recorrió las calles de Lille apresurado, ansioso por llegar a casa. No escuchaba los carros, ni los gritos de las mujeres del mercado, ni a los vendedores de los vespertinos, ni el revuelo en la entrada del teatro. Pasteur quería ver a su rana. Ya había perdido demasiado tiempo.

Abrió la puerta de su residencia, siempre abigarrada, somnolienta y vacía. El destartalado salón pasó fugaz ante sus ojos: el viejo piano sin afinar, el sofá polvoriento, la mesita de hierro que le dejó en herencia su padre, la mecedora con cojín y la estantería provisional. No había mucho más. En el pasillo, desnudo y oscuro, se apilaban unos cuadros que alguien dejó olvidados. Sin ni siquiera colgar el abrigo en el perchero, se dirigió a su gabinete. Allí estaba la caja. La abrió y sacó la rana de nuevo. La colocó en la palma de su mano. Respiró hondo, tratando de domar el resuello, cerró los ojos y la besó en la boca.

Estaba desconcertado. La rana miraba distraída, parpadeaba y croaba pausadamente, se removía en la mano con ganas de huir. Su piel verde, tiznada y rugosa, se deslizó cansina sobre la mesa, donde la había colocado Pasteur tras la confirmación de su fracaso. “¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no ha pasado nada?”. Revisó de nuevo sus notas, abrió los viejos tomos de microbiología, las cartas del profesor Von Liebig y se sentó apesadumbrado. “Algo he hecho mal”. Pensó en que, como buen científico, debía insistir en la vía experimental, confirmar que no había cometido errores en el proceso. Cogió la rana de nuevo la besó con fuerza.

Nada ocurrió. Pasteur no comprendía. “No hay fallos, las fórmulas son correctas, el procedimiento es adecuado, las condiciones, perfectas”, gruñó. Besó a la rana, que regurgitó un líquido viscoso como agradecimiento. Fuera de sí, volvió a besarla. Una vez. Y otra. Y otra. El anuro buscaba una salida, molesto ante tanto ósculo frustrado. El profesor hizo varias anotaciones en su cuaderno y se dirigió confuso al microscopio. Después, resolvió: “No hay más solución que seguir intentándolo”.

Durante toda la noche, Pasteur besó a la rana. En la boca, en las patas, en el lomo, en los ojos… La besó con tanta intensidad que le salieron llagas en los labios, verdosos y pringosos después de tanto esfuerzo. La rana, exhausta, trataba de huir de las manos del químico, que apretaban cada vez con más fuerza.

Por la ventana entraron los primeros rayos del amanecer. Las calles empezaron a despertar y el sol se levantó ufano sobre la ciudad. Los carretilleros recorrían ya las calles y de las panaderías llegaba un suave olor a pan recién hecho y a croissants calientes. De repente, pensó en lo que había ocurrido. “¿Pero cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿Cómo he sido tan estúpido?”, lamentó Pasteur mientras se golpeaba la frente. Se levantó, se ajustó las gafas y alzó al anfibio hasta colocarlo a la altura de sus ojos. Sin decir nada, estiró el brazo y con la mirada rota lo lanzó violentamente contra la pared. El animal murió en el acto y quedó sobre la repisa de la librería, boca arriba, reventado por dentro. Pasteur se dirigió circunspecto a su mesa de trabajo, abrió las tapas de cuero de su viejo cuaderno de notas y escribió: “El experimento ha fracasado. Pese a los reiterados intentos y a las numerosas variantes introducidas en el procedimiento, la cobaya no se ha convertido en princesa. Sólo se puede extraer una única causa del fiasco: lo que he estado besando no era una rana. Lille, 14 de junio de 1891”. El profesor dejó la pluma sobre el escritorio, se dirigió a un viejo diván y, tras recostarse, durmió plácidamente.

martes, 25 de septiembre de 2007

Blow Up

Verushka, no podemos olvidarte.

martes, 18 de septiembre de 2007

Barbarella

Enséñanos a flotar, Barbarella...

martes, 11 de septiembre de 2007

Cirugía

Deja que las manos hablen...

martes, 4 de septiembre de 2007

Brigitte Bardot - Le mépris

Adoramos a Brigitte. Totalmente, tiernamente, trágicamente...

martes, 28 de agosto de 2007

EL HOMBRE SIN CUERPO

Por Pablo Díaz

El proceso para sumergirse por completo en su misma piel no fue fácil. Había probado muchas maneras de hacerlo, entre ellas la autohipnosis y el sueño provocado, pero eran esencialmente diferentes a esto. Se había aislado del mundo. Él era él, lo que él pensaba y lo que él sentía sobre sí mismo. No había marcha atrás. Era así para siempre. Cuando digo siempre me refiero a una eternidad o a una milésima de segundo. Él tenía la entera disposición del tiempo. Podía dilatarlo a su antojo.

En unos primeros momentos quiso contar los latidos de su corazón con el fin de tener una referencia sobre el tiempo que transcurría fuera de su cuerpo. Setenta latidos por minuto, cuatrocientos veinte latidos seis minutos, quinientos latidos, setecientos latidos... Y luego minutos. Era una tarea agotadora. “Mientras cuentas no piensas”–se dijo. Trató de visualizar alguna imagen y le resultó muy complicado. Aquello que uno hace cuando sueña no es fácil provocarlo en un estado de conciencia y si no hagan la prueba. Cierren los ojos e intenten visualizar algo. Inténtenlo un par de segundos y lo comprenderán. Había que empezar por algo más sencillo, por colores. Los colores además, así, solos, tienen algo de artificial que al ser humano le resulta cercano y accesible. El color en sí es la abstracción de una percepción compleja: colores, luces y formas. El color es un artificio, un amigo.

Puso su mente en verde, en rojo, en azul, en negro, en blanco. Jugó con los colores hasta poder combinarlos a placer. Cuando supo construir imágenes pasó a pensar en sonidos. De igual manera aprendió a oír los sonidos que imaginaba. Después fueron los olores, las sensaciones tactiles, los sabores. Logró por fin una perfecta conexión entre la imaginación y la percepción. Sentiría lo que quisiese. Ahora frío o calor, dulce o ácido o una mezcla exquisita. Consiguió estar debajo de las cataratas del Niágara cubierto por una casa de cristal.

Su mente, cada vez más ágil, podía crear ya más de cinco pensamientos por latido de corazón. Los catalogó. Ideó un método sencillo para asociar a cada uno de ellos una figura geométrica. Un cuadrado, un triángulo, un hexágono... representaban razonamientos lógicos, mientras las distintas curvas simbolizaban las sensaciones y percepciones básicas. Empezó a jugar. Imaginaba diferentes figuras planas para inferir su contenido. Algunas le parecieron anodinas o estúpidas, otras fascinantes y muchas de ellas simplemente absurdas. Cuando tuvo suficiente habilidad como para pensar y sentir la idea con sólo visualizar la figura amplió en una dimensión el espacio. Ahora las formas eran tridimensionales, la riqueza infinita. El proceso inverso –la descomposición de una idea en sus partes elementales y su asociación geométrica- le resultó sencillo. Pronto automatizó el mecanismo. En el interior de esa mente sólo estructuras que se creaban y se desvanecían a una velocidad vertiginosa. El tiempo se estiraba tanto que entre latido y latido podían caber los pensamientos y las sensaciones que una persona corriente tiene a lo largo de un día. Vivía más de doscientos años al día. Una eternidad tras otra aprendiendo a aprender a aprender aprendiendo.

En otro universo hermético, fuera de aquel profundo ser, al lado de una cama en un hospital, entre un amasijo de tubos y un aparato para respirar aunque uno no quiera, dos o tres personas lloraban a un hombre tumbado, enfermo.

domingo, 19 de agosto de 2007

Doll Face

Sombra aquí, sombra allá...

martes, 14 de agosto de 2007

Irene hace el pino

Mírala qué bonito lo hace.