Por Pablo Díaz
Nadie lo hubiera sospechado. Ádamo “el galán”, el hombre más envidiado de Alberache había decidido terminar sus días como sólo los reconcomidos por el remordimiento lo hacen, saltando desde la Torre Árabe. ¿Qué explicación podía tener? Un hombre que despertaba el recelo entre los vecinos no sólo por su éxito en el amor o por su golosa fortuna sino por poseer uno de los dones más codiciados en este pueblo de la Andalucía perdida: Ádamo tenía buena suerte. Daba igual los riesgos que corriese, el Destino de los destinos le aguardaba al final con una caricia improbable, con una casualidad mágica o una sonrisa inesperada. No se le conocía desdicha y si alguna vez -por mera curiosidad- se le ocurría tentar a la desgracia, los elementos se confabulaban de inmediato para devolverle la buena estrella. Ádamo era el ser más afortunado que ha pisado este pueblo y quizá también este mundo. ¿Era feliz? Nadie lo hubiera puesto en duda y, sin embargo, ayer lo hizo. Subió a la Torre por la noche, dejó la carta en la hornacina -como manda la tradición- y saltó a la nada.
El pueblo vive conmocionado desde que se ha dado a conocer la noticia. Los ánimos divididos entre la consternación, la perplejidad y un secreto sentimiento de justicia poética. No se habla de otra cosa en Alberache. Se cuchichean disgustos, se especulan calamidades, se rumorean penurias, se adivinan miserias en voz baja. Esta mañana, en el café, todos me miraban. Y yo no podía evitar que un escalofrío me sacudiera la espalda, que la excitación –ésa que viene del mismo lugar que la rabia- me bajase por la garganta y se solidificase en el vientre, ocupando la mitad del estómago. De nuevo, se apoderó de mí la náusea.
El reloj marca las doce y comienzo a subir. Doscientos cuarentaisiete escalones que conozco a la perfección. En los primeros tramos todavía conservo el morbo, el deseo malsano de conocer los entresijos del alma perturbada que ha decidido terminar. Ahora ya se desvanece el morbo y también la náusea. Oigo ecos. Oigo el murmullo de más de mil personas hablando en voz baja. Esperan en la plaza, bajo la Torre. Me esperan. Ciento ocho, ciento nueve y sigo. Siento miedo escénico, exactamente igual que hace treinta años, cuando subía estas mismas escaleras para leer mi primera carta. La historia se repite una y otra vez cada mes o a veces incluso cada semana, sólo cambian los nombres. Ciento setentaidós y tres... a estas alturas mis piernas deberían estar rígidas de dolor. Hoy, sin embargo, una extraña levedad hace el ascenso más suave. Ya no oigo voces, tan sólo un lamento lejano que identifico con la madre de Ádamo. El pueblo ha dejado de respirar y el Sol cae cenitalmente sobre las cabezas que abarrotan la plaza como manchas negras. Subo el último tramo.
“Ádamo Beltrán”, reza un garabato en la solapa del sobre. Con un abrecartas rompo el lacre y examino el contenido: un papel de estraza sobre el que Ádamo ha improvisado con desdén no más de diez líneas. Leo las primeras frases para mis adentros y, de nuevo, me invade esa extraña sensación de ingravidez, esa levedad mesiánica. El pueblo me observa así que contengo el vértigo y enciendo el micrófono. Tras una pausa solemne reproduzco las palabras de Ádamo:
“En estos momentos estaré muerto. Sé que algunos os preguntaréis por qué lo he hecho. Ádamo, un hombre que lo ha tenido todo, el hombre más afortunado. Os lo voy a contar. Hará ya unos treinta años que una gitana visitó este pueblo, quizá alguno de vosotros la conozca o la habrá visto, no andará muy lejos. Pues bien, esa hechicera me hizo una propuesta que no pude rechazar”. Dejo de leer porque acabo de perder contacto con el suelo. Mi cuerpo levita y mi cabeza, mi torso y hasta mi cintura escapan a través del arco apuntado de la Torre. Tumbado en el aire miro hacia abajo y los veo a todos. Las bocas abiertas, los corazones en un puño. Me siento bien. Voy a seguir. “Aquella gitana me prometió que sería el hombre más afortunado del mundo si a cambio le donaba mis sueños. ¿Cómo iba a rechazarlo? Los sueños, creía yo, eran como la Luna, material para el poeta y nada más. ¡Cómo me confundía! Enseguida me di cuenta del error pero ya era tarde. La fortuna se protege a sí misma, de modo que por más que la buscase, por más que removiera el mundo, nunca encontraría a la gitana aquélla para que me devolviese los sueños. Es por esto que no quiero seguir viviendo”.
Ha pasado más de un minuto desde que pronuncié la última frase y la gente sigue inmóvil, ni una tos, ni un suspiro. Miro hacia atrás y a unos metros veo el arco y la hornacina. Todavía puedo leer la solapa: “Ádamo Beltrán”. Ahora, desde la distancia y la indiferencia lo reconozco. Es precisamente mi nombre.
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