martes, 2 de octubre de 2007

PASTEUR Y LA RANA

Por Tomás Lobo

El profesor Pasteur colocó la rana en la palma de su mano y la observó con detenimiento. El anfibio entornó los ojos y giró la cabeza. Croó. Movió con suavidad sus patas, como expresando un deseo de saltar, pero Pasteur lo agarró con cuidado para que no se le escapara. Sin soltarlo, revisó sus libros una vez más. El padre de la pasteurización, de la vacuna contra la rabia, de la microbiología no podía fallar en esta ocasión. La rana abría la boca y retorcía su cuerpo gelatinoso entre las manos del químico. “No puedo equivocarme…”, se repetía mientras se atusaba la barba.

Quizá por los nervios o agarrotado por el cansancio, dejó la rana en una caja y decidió salir a dar un paseo. Necesitaba pensar. Sin saber por qué, fue directamente al laboratorio de la Facultad de Ciencias de la Universidad. Al llegar, le saludó el conserje, el señor Radot. “Buenos días, profesor Pasteur. ¿Puedo ayudarle en algo?”. “No, no, déjeme solo en mi despacho. Que no me molesten. Tengo trabajo pendiente”, respondió. Se sentó en su butaca, encendió la pipa y, mientras revisaba la correspondencia, se dijo: “Si el profesor Dumas me viera, estaría orgulloso”. Fue entonces cuando recordó aquella mañana de su infancia, a la salida del Liceo de Besançon, cuando se le acercó la pequeña Marguerite y le pidió un beso. Se ofuscó tanto que echó a correr y se escondió en la basílica de Saint-Ferjeux. Allí, lloró desconsolado por su cobardía.

“Aquí no hago nada", murmuró. Se levantó como un resorte y salió a toda prisa del despacho dando un sonoro portazo que dejó boquiabierto al señor Radot. Recorrió las calles de Lille apresurado, ansioso por llegar a casa. No escuchaba los carros, ni los gritos de las mujeres del mercado, ni a los vendedores de los vespertinos, ni el revuelo en la entrada del teatro. Pasteur quería ver a su rana. Ya había perdido demasiado tiempo.

Abrió la puerta de su residencia, siempre abigarrada, somnolienta y vacía. El destartalado salón pasó fugaz ante sus ojos: el viejo piano sin afinar, el sofá polvoriento, la mesita de hierro que le dejó en herencia su padre, la mecedora con cojín y la estantería provisional. No había mucho más. En el pasillo, desnudo y oscuro, se apilaban unos cuadros que alguien dejó olvidados. Sin ni siquiera colgar el abrigo en el perchero, se dirigió a su gabinete. Allí estaba la caja. La abrió y sacó la rana de nuevo. La colocó en la palma de su mano. Respiró hondo, tratando de domar el resuello, cerró los ojos y la besó en la boca.

Estaba desconcertado. La rana miraba distraída, parpadeaba y croaba pausadamente, se removía en la mano con ganas de huir. Su piel verde, tiznada y rugosa, se deslizó cansina sobre la mesa, donde la había colocado Pasteur tras la confirmación de su fracaso. “¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no ha pasado nada?”. Revisó de nuevo sus notas, abrió los viejos tomos de microbiología, las cartas del profesor Von Liebig y se sentó apesadumbrado. “Algo he hecho mal”. Pensó en que, como buen científico, debía insistir en la vía experimental, confirmar que no había cometido errores en el proceso. Cogió la rana de nuevo la besó con fuerza.

Nada ocurrió. Pasteur no comprendía. “No hay fallos, las fórmulas son correctas, el procedimiento es adecuado, las condiciones, perfectas”, gruñó. Besó a la rana, que regurgitó un líquido viscoso como agradecimiento. Fuera de sí, volvió a besarla. Una vez. Y otra. Y otra. El anuro buscaba una salida, molesto ante tanto ósculo frustrado. El profesor hizo varias anotaciones en su cuaderno y se dirigió confuso al microscopio. Después, resolvió: “No hay más solución que seguir intentándolo”.

Durante toda la noche, Pasteur besó a la rana. En la boca, en las patas, en el lomo, en los ojos… La besó con tanta intensidad que le salieron llagas en los labios, verdosos y pringosos después de tanto esfuerzo. La rana, exhausta, trataba de huir de las manos del químico, que apretaban cada vez con más fuerza.

Por la ventana entraron los primeros rayos del amanecer. Las calles empezaron a despertar y el sol se levantó ufano sobre la ciudad. Los carretilleros recorrían ya las calles y de las panaderías llegaba un suave olor a pan recién hecho y a croissants calientes. De repente, pensó en lo que había ocurrido. “¿Pero cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿Cómo he sido tan estúpido?”, lamentó Pasteur mientras se golpeaba la frente. Se levantó, se ajustó las gafas y alzó al anfibio hasta colocarlo a la altura de sus ojos. Sin decir nada, estiró el brazo y con la mirada rota lo lanzó violentamente contra la pared. El animal murió en el acto y quedó sobre la repisa de la librería, boca arriba, reventado por dentro. Pasteur se dirigió circunspecto a su mesa de trabajo, abrió las tapas de cuero de su viejo cuaderno de notas y escribió: “El experimento ha fracasado. Pese a los reiterados intentos y a las numerosas variantes introducidas en el procedimiento, la cobaya no se ha convertido en princesa. Sólo se puede extraer una única causa del fiasco: lo que he estado besando no era una rana. Lille, 14 de junio de 1891”. El profesor dejó la pluma sobre el escritorio, se dirigió a un viejo diván y, tras recostarse, durmió plácidamente.

1 comentario:

nascu dijo...

que bonito , a la vez que oscuro , me quería recordar un poco las pelis de Tim Burton, bueno algo así...