Por Pablo Díaz
Las calles se escapan por el vértice de un cono vacío. También el ruido del tráfico, el bullicio de gente saliendo de algún edificio público, los gritos de los insensatos, el tamborileo de pasos de los que van decididos a alguna parte. Todo escapa de esta azotea, la del edificio más alto. Todo escapa como barrido por el viento incivilizado. Quedo yo y queda el sol, y estos dedos de los pies torcidos y aferrados al filo como las garras de un buitre. Debo pensar en algo, eso dicen, hacer repaso de mi vida o recordar mi infancia. Debo fumarme un cigarrillo antes de saltar, es lo que hacen todos los condenados a muerte, o al menos eso dicen. Pero yo no fumo ni estoy condenado a morir, al menos no en mayor medida que todos esos de ahí abajo. Por otro lado, ¿para qué voy a pensar en mi vida? Dentro de unos segundos mi encéfalo ocupará una superficie considerable de acera y nadie podrá recuperar lo que ahora piense, y menos mis recuerdos de infancia.
Aunque ya he decidido no pensar me he forzado a contar hasta cien antes de dar el paso definitivo. No es más que una manera de concretar el momento, de no tener que tomar la decisión de que sea este preciso instante y no el posterior, o el que le siga. Será en el segundo cien, un número incuestionable. Uno, dos, tres…
Uno no puede dejar de pensar aunque cuente. La sucesión de números termina más bien por convertirse en letanía, en la música de fondo de una imagen sólida. Y en este caso esa imagen es el rostro de mi padre. Mi padre. Fuera. No merece ser uno de mis últimos pensamientos. No por mala persona, sino por persona gris, inacabada, incapaz, incompetente, y todos los “ines” que a uno le vengan a la cabeza. Dieciséis, diecisiete. Odio tener que escuchar su monserga día tras día, ese discurso que no es más que un edificio dialéctico sobre sus frustraciones. Mi padre es tan aburrido de pensar que su sola idea le tienta a uno a saltar antes de terminar la cuenta… Pero no, contaré hasta el final, hasta cien, porque cien es un número incuestionable. Mi madre, entonces, ¿por qué ella? ¿Por qué me tengo que acordar de mi familia antes de morir? Debe de ser algo cultural, supongo, aunque no creo que sea ahora momento de investigarlo. Mi madre. Veintisiete, veintiocho. Mi madre es una persona vital, sin duda. Una persona vital que sufre. Siempre la recuerdo sufriendo por cualquier cosa. Dicen que el sufrimiento es una actitud que viene con la condición de madre, eso dicen. Lo de mi madre es distinto. Treintaiséis. Sufría como todas al principio, es decir, poco a poco. Aunque todo cambió el día que mi hermano perdió un ojo con la aspiradora. No volvió a ser la misma. Le preguntabas y no contestaba, sólo comía. Sólo come.
Creo que es mi madre la que debería estar en mi lugar, aquí, apunto de morir. Ella tiene motivos para quitarse la vida, motivos de esos que uno puede aducir en una sobremesa y que a todos les hace comprender y agachar la cabeza. Cincuentaiuno, cincuentaidos, cincuentaitrés. Pero ella no se suicidaría nunca, no, porque es vital. Yo, por el contrario no soy vital pero soy feliz, hasta donde da de sí la palabra, claro. No tengo ningún motivo por el que acabar con mi vida más que el puro hastío. Me hastía la gente, con sus caras de panoli y sus palabras autocomplacientes, que son casi todas las que no expresan queja. La gente, cuanto más cercana a uno tanto peor. Por ejemplo mi novia: no la soporto. Sesentaitrés. Ni a mi novia ni a su incesante obsesión por la maternidad y por la limpieza. Como si estuviera programada. Así son las novias, dicen, pero a mí eso no me consuela.
Mi hermano es otro ejemplo, me pudre ver a mi hermano el tuerto, y el victimismo que ha desarrollado en torno a su accidente. Setenta. Es patético el pobre, y va por ahí pidiendo cigarrillos a los amigos. Detesto a los amigos, por principios, detesto la amistad. La amistad es el pretexto perfecto para soltarle el rollo a otro. Setentaicuatro. Si tu amigo está deprimido, debes ejercer de psicólogo. En sus momentos de euforia, sin embargo, bombardea con proyectos irrealizables a los que hay que atender y alabar para que no se deprima. Ochenta. La amistad es otro ansiolítico, éste contra la soledad. Pero no es el único. Ochentaidós. En el fondo, todos los de ahí abajo están anestesiados. Viven anestesiados para no enfrentarse a la realidad, que a veces se muestra cruda o triste aunque casi siempre es inquietante. La gente nace, vive y muere anestesiada. Ochentaicinco. Como mi padre y mi madre, y mi hermano el tuerto y mi novia y los amigos y todos esos puntos negros de ahí abajo, que se mueven bajo mis pies y que van decididos a alguna parte. Todos anestesiados. Noventa. Quizá si alguien les dijera… Si alguien les guiara… Alguien como yo que ha despertado. Podría hacerlo, claro, iluminar a la humanidad. Podría ser yo ese profeta que pone luz en todo esto. ¿Por qué no? “Hermanos, os voy a descubrir el secreto del tiempo…”. Noventaiséis, noventaisiete. Podría escribir todo un discurso, sí, que penetrase en las cabezas de todos y cambiase el mundo. Pero es tarde, ya llego al número cien. Ya estoy ahí y tengo que saltar. Porque cien es un número incuestionable.