martes, 26 de octubre de 2010
lunes, 13 de septiembre de 2010
sábado, 4 de septiembre de 2010
viernes, 13 de agosto de 2010
El número cien
Por Pablo Díaz
Las calles se escapan por el vértice de un cono vacío. También el ruido del tráfico, el bullicio de gente saliendo de algún edificio público, los gritos de los insensatos, el tamborileo de pasos de los que van decididos a alguna parte. Todo escapa de esta azotea, la del edificio más alto. Todo escapa como barrido por el viento incivilizado. Quedo yo y queda el sol, y estos dedos de los pies torcidos y aferrados al filo como las garras de un buitre. Debo pensar en algo, eso dicen, hacer repaso de mi vida o recordar mi infancia. Debo fumarme un cigarrillo antes de saltar, es lo que hacen todos los condenados a muerte, o al menos eso dicen. Pero yo no fumo ni estoy condenado a morir, al menos no en mayor medida que todos esos de ahí abajo. Por otro lado, ¿para qué voy a pensar en mi vida? Dentro de unos segundos mi encéfalo ocupará una superficie considerable de acera y nadie podrá recuperar lo que ahora piense, y menos mis recuerdos de infancia.
Aunque ya he decidido no pensar me he forzado a contar hasta cien antes de dar el paso definitivo. No es más que una manera de concretar el momento, de no tener que tomar la decisión de que sea este preciso instante y no el posterior, o el que le siga. Será en el segundo cien, un número incuestionable. Uno, dos, tres…
Uno no puede dejar de pensar aunque cuente. La sucesión de números termina más bien por convertirse en letanía, en la música de fondo de una imagen sólida. Y en este caso esa imagen es el rostro de mi padre. Mi padre. Fuera. No merece ser uno de mis últimos pensamientos. No por mala persona, sino por persona gris, inacabada, incapaz, incompetente, y todos los “ines” que a uno le vengan a la cabeza. Dieciséis, diecisiete. Odio tener que escuchar su monserga día tras día, ese discurso que no es más que un edificio dialéctico sobre sus frustraciones. Mi padre es tan aburrido de pensar que su sola idea le tienta a uno a saltar antes de terminar la cuenta… Pero no, contaré hasta el final, hasta cien, porque cien es un número incuestionable. Mi madre, entonces, ¿por qué ella? ¿Por qué me tengo que acordar de mi familia antes de morir? Debe de ser algo cultural, supongo, aunque no creo que sea ahora momento de investigarlo. Mi madre. Veintisiete, veintiocho. Mi madre es una persona vital, sin duda. Una persona vital que sufre. Siempre la recuerdo sufriendo por cualquier cosa. Dicen que el sufrimiento es una actitud que viene con la condición de madre, eso dicen. Lo de mi madre es distinto. Treintaiséis. Sufría como todas al principio, es decir, poco a poco. Aunque todo cambió el día que mi hermano perdió un ojo con la aspiradora. No volvió a ser la misma. Le preguntabas y no contestaba, sólo comía. Sólo come.
Creo que es mi madre la que debería estar en mi lugar, aquí, apunto de morir. Ella tiene motivos para quitarse la vida, motivos de esos que uno puede aducir en una sobremesa y que a todos les hace comprender y agachar la cabeza. Cincuentaiuno, cincuentaidos, cincuentaitrés. Pero ella no se suicidaría nunca, no, porque es vital. Yo, por el contrario no soy vital pero soy feliz, hasta donde da de sí la palabra, claro. No tengo ningún motivo por el que acabar con mi vida más que el puro hastío. Me hastía la gente, con sus caras de panoli y sus palabras autocomplacientes, que son casi todas las que no expresan queja. La gente, cuanto más cercana a uno tanto peor. Por ejemplo mi novia: no la soporto. Sesentaitrés. Ni a mi novia ni a su incesante obsesión por la maternidad y por la limpieza. Como si estuviera programada. Así son las novias, dicen, pero a mí eso no me consuela.
Mi hermano es otro ejemplo, me pudre ver a mi hermano el tuerto, y el victimismo que ha desarrollado en torno a su accidente. Setenta. Es patético el pobre, y va por ahí pidiendo cigarrillos a los amigos. Detesto a los amigos, por principios, detesto la amistad. La amistad es el pretexto perfecto para soltarle el rollo a otro. Setentaicuatro. Si tu amigo está deprimido, debes ejercer de psicólogo. En sus momentos de euforia, sin embargo, bombardea con proyectos irrealizables a los que hay que atender y alabar para que no se deprima. Ochenta. La amistad es otro ansiolítico, éste contra la soledad. Pero no es el único. Ochentaidós. En el fondo, todos los de ahí abajo están anestesiados. Viven anestesiados para no enfrentarse a la realidad, que a veces se muestra cruda o triste aunque casi siempre es inquietante. La gente nace, vive y muere anestesiada. Ochentaicinco. Como mi padre y mi madre, y mi hermano el tuerto y mi novia y los amigos y todos esos puntos negros de ahí abajo, que se mueven bajo mis pies y que van decididos a alguna parte. Todos anestesiados. Noventa. Quizá si alguien les dijera… Si alguien les guiara… Alguien como yo que ha despertado. Podría hacerlo, claro, iluminar a la humanidad. Podría ser yo ese profeta que pone luz en todo esto. ¿Por qué no? “Hermanos, os voy a descubrir el secreto del tiempo…”. Noventaiséis, noventaisiete. Podría escribir todo un discurso, sí, que penetrase en las cabezas de todos y cambiase el mundo. Pero es tarde, ya llego al número cien. Ya estoy ahí y tengo que saltar. Porque cien es un número incuestionable.
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jueves, 22 de julio de 2010
jueves, 1 de julio de 2010
viernes, 18 de junio de 2010
domingo, 13 de junio de 2010
sábado, 17 de abril de 2010
Trucos fáciles para días duros*
Creer en el manido testamento que nos ha dejado la historia de la humanidad respecto a las capacidades de determinado oficios, nunca fue el fuerte de Clara. Aquellas frases hechas que defendían la legitimidad pedagógica de algunos de ellos la molestaban sobremanera, pero aún así, soportaba con estoicismo los alardes de aquellos camareros que a primera hora de la mañana jugaban a ser adivinos y diagnosticaban a que se debían sus ojeras o esos pequeños surcos, que tras una mala postura sobre la almohada, convertían su rostro en algo similar a un campo recién labrado.
— ¿Qué señorita, Clara, anoche tuvimos fiesta, no? Y no me diga que no, que está usted esta mañana pa’ que le cante “La lirio”, menudas ojeritas.
Esa era la expresión que más odiaba, ser el personaje de una de esas coplas representaba para ella, un doble motivo de disgusto. Primero porque hacía años que no realizaba ejercicios que tuvieran que ver ni con las emociones, ni con el amor, ni con nada que estuviera directamente relacionado con el corazón y segundo porque llevaba muchos años utilizando esa víscera única y exclusivamente para mantenerse viva, y estaba muy a gusto en su nuevo papel.
Pero a veces, incluso las buenas actrices, son incapaces de enfrentarse a un papel y acaban resultando sobreactuadas incluso para sus más incondicionales fans. Y eso era precisamente lo que aquel día le deparaba a Clara. Tenía una importante comida, un reencuentro con sus mejores amigas del colegio. Hacía más de veinticinco años que no se veían y aunque quiso recuperar a aquella Clara de los días de colegio, al ponerse frente al espejo supo que no podía permitírselo. Se quedó un rato frente a aquel potro de tortura en que se había convertido aquella lámina hasta hacía poco inofensiva y ensayó alguno de sus nuevos gestos. Después comenzó a arreglarse. Se pondría algo sencillo, elegante y sobrio, nada de colores chillones cerca de la recién estrenada flacidez de su cuello. El maquillaje también sería comedido, una base de maquillaje que disimulara sus incipientes arrugas, un poco de rimel y algo de colorete para obligar al negro a no convertirla en algo parecido a una embalsamadora de tercera regional. Cuando iba a empezar a maquillarse se dio cuenta de que se había quedado sin rimel, pensó que tampoco sería un drama el no maquillarse la pestañas, ella tenía unos ojos lo suficiente bonitos como para no necesitar ese película grumosa y negra sobre sus pestañas, pero después de treinta años aplicándose aquel mejunje día tras día, su ausencia la hacía sentirse todavía más insegura de lo que ya lo estaba. Miró el reloj y se dio cuenta de que su extraordinaria puntualidad le permitiría acercarse hasta el mostrador de aquella firma cosmética que le otorgaba una vida altamente chic a sus pestañas a comprar un nuevo envase. Se quitó el pijama, metió sus largas piernas en unos vaqueros y se puso un jersey, cogió las llaves, el envase vacío, y se dirigió hacía los grandes almacenes que estaban al lado de su casa. Al entrar notó que habían hecho remodelaciones en la planta baja de aquel edificio, cosa que no le gustó lo más mínimo. Los cambios y Clara eran enemigos acérrimos. Se acercó a una dependienta para preguntarle dónde podía encontrar lo que andaba buscando.
— Segunda planta, al final del pasillo, justamente al lado de los ascensores.
Pensó en salir, aquel pequeño e inesperado cambio trajo consigo un mal presentimiento, no obstante llamó al ascensor y subió. No le costó demasiado encontrar el stand. Un señorita muy sonriente, se ofreció a ayudarla previa impostada sonrisa.
— Usted me dirá en qué puedo ayudarla.
Clara le mostró el recipiente y la dependienta fue girándolo hasta leer la totalidad de las letras.
— Lo siento mucho, pero de éste no nos queda en este momento. Está agotado en todas nuestras tiendas. El otro día se le ocurrió a una actriz de televisión decir que era el que ella utilizaba y hordas de señoras acabaron con el stock en menos de media hora.¿ Puedo ofrecerle algún otro?
No, claro que no podía, pero no dejó ver su descontento. Se limitó a guardar silencio durante un instante mientras pensaba. Podría ir hasta otro centro, pero aquella mujer había dejado bien claro que estaba agotado en cualquier establecimiento. ¿Qué podía hacer?
— Perdone que insista, pero es que ahora que me acuerdo, tengo un tubo exactamente igual al suyo como muestra para las clientas. Igual si no le importa podría venderle ese.
Clara continuó callada, mientras imaginaba sus ojos infectados por enfermedades relacionadas con la vista. A saber quién habría probado aquel ungüento. Ni hablar, prefería irse sin pintar.
— Por cierto, se me ocurre otra idea, por qué no se lleva usted el mismo que tiene ahora en sus manos pero waterproof. Ahora que lo pienso, sería la mejor solución, es exactamente igual, la misma cantidad, el mismo color, sólo que incluye la posibilidad de resistir el agua. Nunca sabemos si nos van a tirar a una piscina, si va a caer un diluvio en el momento de salir de un restaurante o sí de manera inesperada alguien nos hará llorar. Ya sabe mujer prevenida vale por dos.
Clara no se inmutó aunque aquel refrán ridículo la colocó en un lugar incómodo, tanto que estuvo tentada de perder las formas y decirle a aquella señorita que ella no era ni la reencarnación de Esther Williams ni la versión chic de una plañidera de Lorca. Aún así guardó silencio.
— Pues usted dirá porque se me acaban las opciones. Si quiere pensarlo durante un rato por aquí estaré.
No tenía mucho tiempo para pensar, así que aceptó la oferta. Pagó, recogió la minúscula bolsita que le entregó la dependienta y avanzó con paso acelerado hasta su casa. Se le había echado el tiempo encima.
Nada más llegar, acabó de vestirse. Después empezó a maquillarse. El maquillaje y el colorete distribuidos sin esa atención que es necesaria emplear sobre los territorios desconocidos, el rimel en cambio lo fue aplicando con si de un cuidadoso ritual se tratase. Se aplicó la primera capa con la incredulidad que siempre lleva implícita lo nuevo. Se sentía ridícula, no era más un tubo de mascara para pestañas, pero ella se empeñaba en distribuirlo ellas como si se tratara de un material peligroso y nocivo. Se miró al espejo y suspiró, comprobar que este nuevo producto no tenía diferencia alguna con el anterior supuso una estúpida liberación si teníamos en cuenta la naturaleza de su pesar. Se aplicó una nueva capa y otra y otra, tantas como necesitó hasta que sus ojos fueron los de siempre. En unos segundos estaría lista para salir. Llamó a un taxi y esperó a que el taxista pulsara el botón del portero automático. Estaba nerviosa, encendió un cigarrillo y se sentó a ojear las últimas fotos en las que compartía escena con sus compañeras. Mientras llegó el taxi.
Durante el trayecto, le costó creerse aquel reencuentro. Sus amigas del alma, sentadas a la misma mesa, muchos años después. Se emocionó al pensarlo y al sentir esa emoción se apresuró a mirarse en el espejo retrovisor, quería comprobar que aquella sensación no había quedado marcada en su cara. No estaba. Le encantó constatarlo y mandar así al traste aquellas estúpidas teorías acerca de su humanidad que cada mañana elucubraba aquel camarero al mirarla a la cara.
Cuando el taxista le advirtió de que habían llegado al lugar que previamente ella le había indicado, pudo ver a sus amigas apostadas delante de la puerta de aquel restaurante americano en el que habían quedado. Pensó en irse, la emoción había ocupado por completo su metro setenta de estatura, pero pago y abrió la puerta del coche. Notó que sus pestañas empezaban a humedecerse, pero por primera vez en mucho tiempo no tuvo miedo de llorar en público, llevaba protección. Se subió el cuello del abrigo, pestañeó, pero no como un signo de coquetería sino como un gesto para cerciorarse que su máscara de pestañas waterproff seguía en su justo lugar. Lo notó firme, aún intacto y empezó a andar.
* Quique González
Sonia Fides (Madrid, 29 de marzo de 2010)
Publicado por Klaus y Klaus en 15:02 3 comentarios
sábado, 10 de abril de 2010
jueves, 1 de abril de 2010
martes, 9 de marzo de 2010
Cuisine
Francoise Vogel: Cuisine from Smile on Vimeo.
Publicado por Klaus y Klaus en 14:21 0 comentarios