miércoles, 27 de febrero de 2008

Pene (otra historia de amor)

Me estoy mirando la polla con cierta indignación...

viernes, 15 de febrero de 2008

Exaltación de la rutina

Hoy no me quiero despertar...

martes, 5 de febrero de 2008

La mujer poliédrica

Por Tomás Lobo

Hace frío en el garaje y a estas horas casi no pasa nadie. El aparcamiento es pequeño y oscuro y solo quedan tres coches y algunos charcos de barro y grasa. La luz auxiliar parpadea y emite un zumbido claustrofóbico que me obliga a cerrar los ojos para mantener la calma. Me meto el inhalador en la boca y aspiro fuerte. Maldito asma. Apago el móvil. El suelo está helado y se me está durmiendo una pierna. No me puedo mover, no quiero que me vea.


Los tacones suenan como si se afilaran a cada paso, enfurecidos de dolor. Me tapo la boca e intento no respirar, pero no puedo. Giro un poco la cabeza y la descubro junto a la puerta del ascensor, rebuscando en un bolso granate. Coge un paquete de tabaco y un mechero. Se enciende un cigarrillo y deja que el humo le abrace los ángulos de la cara. Mira el relo
j.

Lleva unos zapatos puntiagudos y rojos. Parecen caros. Los tobillos se descubren huesudos, con las dimensiones exactas para sostener unas piernas delgadas y eternas. No lleva medias y el frío le araña las rodillas, que se enrojecen suavemente. La falda oculta sus muslos, que parecen participar de ese juego de círculos en el vacío que solo se detiene cuando la carne se confunde con el cemento. Trago saliva y me doy cuenta de que casi no puedo respirar. Maldito asma. Creo que me va a ver y tengo miedo.


Juguetea con el pitillo. Lo coge con el anular y el meñique y lo balancea con torpeza. Después se lo coloca entre el índice y el pulgar. Se lo lleva a la boca, un trazo de carmín entre el prisma de sus pómulos, y lo acaricia con la punta de la lengua. El humo sale de sus labios y se cuela por la nariz, piramidal y tensa, que aletea ofuscada por la espera. Los ojos, dos esferas de cristal negro, recorren las manchas de aceite del garaje y los perfiles de las paredes sucias, buscando un entretenimiento, mientras los rizos de carbón se derraman por la frente y por la espalda sin saber dónde está el límite.


No se ha dado cuenta de que estoy aquí y cada vez respiro peor. Maldito asma. Me duele la pierna, pero no me voy a mover. Una gota de sudor me resbala por la sien para alojarse en la comisura del oído. Ella se palpa el cuello, un cilindro flexible y blanco que recoge la dulce curvatura de su nuca. Enciende otro cigarrillo. Mira de nuevo el reloj y atraviesa con los ojos el aparcamiento como si detectara una presencia extraña. Me va a descubrir, estoy seguro. Yo me agacho más y me transformo en una bolsa de plástico aplastada junto a un neumático. Aprieto los párpados, pero no puedo dejar de mirar. Ya son las once y cuarto.


Ella pasea en círculos frente a la puerta del ascensor, se detiene, vuelve a caminar. Los tacones suenan cada vez más fuertes mientras el pecho, de voluptuosidad inquieta, se le inflama hasta dibujar los trazos del vientre bajo la blusa gris. Su traje de chaqueta rojo parece un postizo en la geometría de sus líneas, un lienzo de infinitos puntos que estira las formas hasta bosquejar el movimiento de la carne poliédrica. Se agarra las solapas, como si buscara abrigo, y cruza los brazos. Cada vez hace más frío y siento el mareo casi narcótico del que observa sin ser visto.


Gira sobre sí misma y pulsa el botón. Su espalda es la consola de un arpa que recoge el trapecio de sus hombros para lanzarlos sobre la cintura. Así se insinúa como un rombo inmóvil y armónico. Mira de nuevo el reloj y apura el cigarrillo. Las puertas se abren cubriendo de eco el aparcamiento y ella arroja el pitillo al suelo, junto a sus zapatos. Aplasta la colilla con desdén y entra al ascensor. Desaparece despacio, mirando al techo. No me ha visto.


Me meto el inhalador en la boca. Conecto el móvil y pienso en ella, en sus huecos, en sus rectas, en su diáfana circunferencia, en el pentágono de sus párpados. Se hace tarde. Dentro de poco cerrarán el aparcamiento y casi no puedo apoyar la pierna. Son las once y media cuando el teléfono empieza a sonar. Al descolgar, escucho su voz quebrada.


-¿Sí?- respondo.


-He estado media hora esperándote en el parquin. ¿Se puede saber dónde te has metido?- protesta.

-Perdona...


-Es la tercera vez que me dejas plantada.


-Sí, me he retrasado, lo siento, no volverá a pasar…


-Ahora no estoy para excusas. Estoy cansada y te tengo que dejar. Será mejor que no me vuelvas a llamar, te lo pido por favor. Olvídame.

Cuelga. La luz auxiliar se apaga definitivamente. El silencio humedece el garaje y la pierna ya no me duele. El ascensor está tardando mucho en bajar.