Por Pablo Díaz
La persiana se cerró con un golpe seco. ¡Por fin!, resopló María. Eran las seis de la mañana y estaba agotada. Su cansancio no se debía al trabajo físico sino a algo mucho peor por incontrolable: el tedio que le producía la vulgaridad que tenía que soportar detrás de la barra minuto tras minuto y hora tras hora durante toda la noche. Hasta el ser más inteligente tiene un número, se decía María convencida, eso, el número de cervezas que necesita para empezar a decir sandeces. Después ya no hay marcha atrás. A estas horas no es el cerebro el que ordena sino la víscera. La víscera...¡Qué palabra más obscena! Víscera, tan visual...víscera, víscera, víscera..., repetía María con repugnancia. Los primeros rayos de Sol importunaban a los pocos transeúntes trasnochados que, con desesperación, buscaban refugio y perdón de barril, a ser posible. Un grupo de gatos negros, ajenos a todo, devoraban ferozmente trozos secos de maquillaje. Era ya domingo.
Al llegar a
La distancia a su casa era considerable. A pesar de esto María no solía ir en taxi, prefería caminar. Sabía que al llegar caería desmayada de inmediato. De este modo, caminando, el trayecto le servía para pensar. Andaba cabizbaja, con la mirada perdida entre los adoquines de la acera. Su constante fluir movía también las ideas. Era como viajar en tren. Sí, como viajar en tren. Las frases inconexas de la noche se superponían a modo de collage. Un paisaje cambiante de palabras y absurdos. Y entretanto el cuento. Sin duda, el asunto del cuento había sido lo más singular de aquella noche. Un cuento que supuestamente un cliente había escrito para ella. El cuento de un desconocido, se decía sin poder frenar la creciente curiosidad que todo aquello le despertaba. Fantaseó con la posibilidad de que el cuento relatase cómo un cliente le escribía un cuento. Así, sería un cuento dentro de un cuento, y de otro, y de otro...Levantó ligeramente la mirada y vio una sucesión infinita de adoquines. Todo tenía sentido.
María cerró los ojos y dejó caer el papel a un lado de la cama.
Todavía queda belleza, pensó. Y se durmió.